A lo largo de la vida se conocen muchas personas. Algunas te dejan totalmente indiferentes, otras te parecen más o menos majas y luego hay un pequeño grupo de personas que realmente te alegras de haber conocido. Matilde Múzquiz está en ese último grupo.
Cuando fui a hablar con ella para este artículo, Matilde ya estaba enferma, pero era ponerse a hablar de Altamira e iluminársele la mirada. Era como si realmente viajara hasta allí, y no sólo con la mente. Me confesó, de hecho, que cuando estaba en el hospital cerraba los ojos y se veía libre junto a los caballos salvajes de las pinturas de Altamira. Esos caballos le daban ánimos para seguir.
Tuve la suerte de que pudiera leer mi artículo y de que le gustase. Cuando uno escribe sobre algo que le ha fascinado siempre tiene un poco de miedo a la hora de contarlo, por si luego no es capaz de reflejar lo sentido, tanto por él mismo como por el que lo cuenta.
A Matilde el artículo le gustó, o al menos me dijo que le gustó, porque era tan encantadora que lo mismo fue una mentira piadosa. Matilde falleció el 18 de junio de 2010 y yo seré uno de los muchos que la echaremos de menos.
El artículo se publicó en el número 53 de Tribuna Complutense, con fecha 20 de marzo de 2007.