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Estreno destacado


Azul (1993)

Director: Krzysztof Kieslowski

Actores: Juliette Binoche, Benoît Régent, Charlotte Véry


Julie y su familia sufren un accidente de tráfico catastrófico en el que mueren su marido y su hija pequeña. Desde ese momento, decidirá dejar su pasado atrás y empezar de nuevo, aunque no será tan fácil como ella esperaba.

El director Krzysztof Kieslowski escribió el guion de esta historia, junto a su querido Krzysztof Piesiewicz y con la colaboración de la clásica Agnieszka Holland, de un caso desconocido Edward Zebrowski y del director de fotografía Slawomir Idziak. A pesar de tantas personas metiendo las manos en el guion se nota claramente el peso fundamental de Kieslowski, con sus muchas obsesiones y genialidades.

Ver la película treinta años después de su estreno en cines, de nuevo en pantalla grande gracias a su reposición en salas, le aporta un valor extra que no se podía disfrutar hace tres décadas. El filme de Kieslowski es pura poesía, es de una sutileza y de una belleza que casi ahogan, aunque no sé si será comprensible para un espectador actual, y menos para uno de la generación Z o de la Alpha.

El tempo de Kieslowski no lo comparte el cine actual, ni siquiera el cine de autor más intimista. En Azul el tiempo se detiene cuando así lo quieren el director y la protagonista, y se hace casi sólido (al igual que la música) cuando Julie se mete en la piscina para desfogarse y llorar sin problemas, o, de manera muy literal, con esos fundidos en negro que son sólo una reflexión musical, pero en los que no pasa el tiempo.

Uno de los elementos que hace posible elintento de Julie por dejar atrás todo es la inexistencia de teléfonos móviles ni la presencia constante de Internet. Cuando Julie salede casa, se desconecta mágicamente de todo lo que existe y además vive en una sociedad que no la empuja a volverse a conectar, porque no existe donde hacerlo y ni siquiera la gente sabe que eso va a existir. Para dar con ella, el socio enamorado de su marido tiene que contar con una indagación detectivesca y con mucha suerte para que alguien conocido se la cruce por el camino.

De todos modos, y a pesar de eso, Julie se da cuenta de que dejar atrás el pasado es imposible, por mucho que se quiera romper con él. Unas niñas que corretean hacia la piscina le traen de vuelta, inevitablemente, a su hija; un falso flautista mendigo la lleva de nuevo hasta las composiciones de su marido (que realmente hacía ella, como sabemos prácticamente desde el principio del filme, así que no es demasiado spoiler); y, sobre todo, la música, que se hace corpórea, la golpea una y otra vez aunque ella no quiera, aunque intente destruir unas partituras, porque sale directamente de su cabeza.

También le vuelve a una realidad no deseada el ver en la televisión (en un sex shop un tanto cutre, como todos) las imágenes de su marido con la que fue su amante, lo que desembocará en una historia de amor por el prójimo (más bien las prójimas) tan extrema que sólo podía salir de la cabeza de Kieslowski.

Y más allá de ese guion, empapado y envuelto en música, está esa manera de rodar, con ese amor por los detalles, por esa mujer que tira vidrios al contenedor y que unirá las tres películas de la trilogía, por esa taza de café que nos hace avanzar en el tiempo sólo a través de su sombra, esa lámpara hecha de cuentas azules que será el gancho que anclará a la protagonista a su pasado, esos reflejos que iluminan el rostro de Juliette Binoche, esa cámara que se interpone con el personaje y le hace romper la cuarta pared, ese cruce de personajes con Blanco en los juzgados… En definitiva, pura delicia, puro cine, pura magia.

Al frente de todo ello, Juliette Binoche, maravillosa en su contención y su sufrimiento sin límite tras perder a quienes más quería en el mundo. Una gran actriz en un papelón que no pudo repetir jamás, porque nunca volvió a tener detrás de la cámara a ese pedazo director que es Krzysztof Kieslowski.