Haz clic aquí para volver a la página de inicio







Rojo (1994)

Director: Krzysztof Kieslowski

Actores: Irène Jacob, Jean-Louis Trintignant, Jean-Pierre Lorit


Valentine es una joven que mantiene una relación mega tóxica con un novio que vive en Inglaterra, mientras ella hace su vida en Ginebra a la espera de poder mudarse al país anglosajón. Su vida cambiará de golpe el día que atropelle a una perrita embarazada de la que su dueño parece desentenderse.

En Rojo, repiten al guion, junto a Kieslowski, los mismos que aparecen en Blanco, es decir, Krzysztof Piesiewicz, Agnieszka Holland, Edward Zebrowski y Edward Klosinski. Aunque, como es evidente, sólo Kieslowski y Piesiewicz llevan la voz cantante, tanto en esta como en las dos anteriores películas.

De las tres películas de los colores de Kieslowski esta es donde hay un mayor peso del diálogo, lo que tiene lógica, porque en Azul la protagonista lo que quiere es aislarse del mundanal ruido (sólo interrumpida por la música que jamás la abandona) y porque en Blanco el protagonista se siente tan compungido por el matrimonio que se le va hasta el habla en muchas ocasiones en las que le gustaría expresarse más y mejor.

Aquí, en Rojo, Kieslowski construye una de esas películas con tintes clásicos donde los diálogos, fundamentalmente entre Valentine y el viejo juez jubilado, nos guían por la narración audiovisual. También aquí, al igual que en las otras dos películas, tenemos a la protagonista siguiendo con el dedo un documento, pero aquí no es ni una partitura ni una hoja catastral, sino un callejero en busca de la dirección que lleva colgando del cuello la perra atropellada y que le hará conocer a un viejo, en principio desagradable, pero luego motivador de grandes cambios vitales.

Kieslowski explora aquí, al igual que en La doble vida de Verónica (película prima hermana de esta), la idea del doble. En este caso el viejo juez será el reflejo de un joven que consigue aprobar las oposiciones a la magistratura y al que nada más ocurrir eso le abandonará su amada. La nueva vida que se encuentra el juez en Valentine le permitirá enmendar los errores de su pasado, aunque sea de una manera inconsciente y a través de otra persona, ese joven que comienza su carrera judicial.

Kieslowski, que era un tipo inteligente, crea un lazo profundo entre Valentine y el viejo, pero no lo lleva al deseo sexual, porque no tendría ningún sentido hacerlo, por mucho que se admiren el uno al otro. Esa atracción sexual se la deja para cineastas torpes como Fernando Trueba.

Más allá del guion, el filme es una joya en su filmación, con esa pasión por los detalles, aunque aquí los detalles sean una pancarta gigantesca en la que aparece la protagonista, y que también se doblará en la vida real tras el rescate final en el Canal de la Mancha. Kieslowski va cruzando a los jóvenes protagonistas en diferentes lugares, colocándoles incluso espalda con espalda en una tienda de discos (¿Alguien las recuerda?) donde los dos escuchan a Van Den Budenmayer, ese compositor que se inventaron Kieslowski y el músico Zbigniew Preisner, que llena de magistral música gran parte de sus películas.

En el filme, los teléfonos son un elemento fundamental, ya que a través de ellos conocemos la relación tóxica de Valentine con su novio, descubrimos a un posible narcotraficante, conocemos la pasión por el espionaje que tiene el viejo juez y vemos la desaparición del joven juez al que no le contesta su amada. Los teléfonos son casi omnipresentes y eso que son esos trastos viejos de sobremesa que no se podían mover de su sitio, a no ser los inalámbricos, que te permitían moverte unos metros desde el cable. Ese cable, por cierto, con el que empieza la película, y que cruza el continente y el mar para intentar hacer una llamada que no es atendida al otro lado.

Kieslowski cierra sus tres películas de los colores siendo un dios buenazo, rescatando de un naufragio a todos los protagonistas de las tres películas (que han coincidido en un crucero por casualidad), y castigando con la desaparición a la mujer que ha engañado al joven juez.

Entre los protagonistas destaca la fascinante Irène Jacob, que es una mujer de una belleza y una sonrisa increíbles, y con una capacidad gestual enorme para ponerse a las órdenes de Kieslowski. Junto a ella, Jean-Louis Trintignant, que mutará de viejo gruñón a viejo menos gruñón, e incluso de un tipo un tanto sucio y desaliñado a alguien que quiere caer bien.

En definitiva, un placer volver a ver en pantalla grande, treinta años después de su estreno, tres películas de uno de los grandes directores de la historia del cine. Quizás el último grande.


Pincha aquí para volver a las críticas de Jaime Fernández